martes, 9 de septiembre de 2008

Discurso de un hombre para evitar una palabra


Supongo que más que arrepentirme por lo ocurrido, lo que siento es una relativa vergüenza por no haber utilizado esa única palabra que me callé, la que debí decir y no dije, aún sabiendo que las cosas hubieran funcionado mucho mejor con ese pequeño esfuerzo por mi parte que, supongo, ella requería de mí en aquel momento, allí, plantada ante la puerta con la maleta ya hecha, con su equipaje cargado de desilusión, prolongando el instante de su partida como si fuera el último minuto antes de finalizar un siglo, dándome la definitiva oportunidad para que yo le abriera mi corazón, para que me sincerase y pronunciara al fin la consabida palabra, la que ella quería o necesitaba escuchar, aunque fuera tan solo una manera simbólica para desbloquear mi orgullo, un término redentor, que confieso que podría haber sido realmente sencillo mencionar, y que de haberlo hecho, hubiera posibilitado un punto y seguido en nuestra relación. Pero de manera inexplicable, esa palabra, se quedó atravesada en mi garganta y reaccioné con un nuevo despliegue, con una de mis habituales verborreas cuajadas de expresiones ocurrentes, a todas luces inapropiada, pero bastante visceral, palabras encadenadas que fueron llenando el espacio del salón, frases irónicas que se transformaron en una bandada de ocas salvajes que giraba en círculo sobre nuestras cabezas, y mientras, yo observaba sus ojos y ella mis labios moviéndose, y nuestro espacio visual se cargaba de plumas desprendidas, y todo ese batir de alas, toda esa algarabía de escandalosos graznidos, acabó por enmascarar la verdadera intención de mi discurso, y ella no pudo apreciar, en definitiva, el trasfondo sincero y compungido que había más allá, al otro lado, ya no del significado literal de mis frases, sino más bien en lo que de verdad representaba todo este lastimoso comportamiento, el mío, motivado quizás por un miedo al fracaso, alejado de la realidad, supongo que para no tener que enfrentarme al estúpido hecho de pronunciar la palabra requerida, y ya digo que me hubiera sido relativamente fácil, pero ella, si hubiese llegado a intentar comprender, a esforzarse al menos un poquito, hubiera apreciado que estaba implícita en el interior de mi discurso, enterrada en él, como un diamante en el fondo de una cueva.

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