lunes, 29 de septiembre de 2008

Metapublicidad

Mi nombre es Alejandro Fortuny y soy el nuevo presidente de la Federación de Empresarios Arruinados (FEA). Les hablo en el nombre de todas estas personas que posan junto a mí. Son los doce mil setecientos asociados a nuestra federación, acompañados por sus respectivas familias y amigos y numerosas personalidades del mundo de la cultura, el espectáculo y la política, que manteniendo el anonimato ocultos entre toda esta multitud, quieren solidarizarse con nuestra causa.
Ante todo nos disculpamos por ocupar un pequeño espacio de su tiempo.
Como ustedes saben, debido a la saturación informativa a la cual han sido expuestos durante los últimos tiempos, se está produciendo una respuesta condicionada de auténtico rechazo a los mensajes publicitarios en el cerebro del consumidor. Es lo que algunos expertos denominan Síndrome de Falta de Atención por Sobreestimulación, más conocido vulgarmente como Zapping Mental.
Es por ello que, sin trucos, sin ningún tipo de melodía pegadiza, sin mensajes subliminales, sin la utilización de símbolos eróticos ni impactantes imágenes sobre paraísos en los cuales todos quisiéramos habitar, sin caras conocidas fácilmente asociables al éxito, sin alusiones que equiparen el consumo del Producto a cualquiera de sus posibles adiciones o sus más bajos instintos, sin insertar ninguna imagen de marca en una esquina de sus ficciones favoritas… queremos implorarle:
CONSUMA PUBLICIDAD
Les ruego que disculpen este torpe slogan y continúen leyendo ahora el relato que tenían entre manos.

jueves, 25 de septiembre de 2008

Máximo ó el punto final (¿Primera parte?)


6-4; 7-5; 5-4.
40 a nada y sirves para ganar el partido.
Estás a un paso de culminar el mayor sueño, a punto de alcanzar La Gloria, ese estado de autorrealización pública que te colocará en un peldaño por encima de todos los demás, que te consagrará para siempre, alzándote al Olimpo de los cromos infantiles y los beneficios superiores al millón de euros, sin contar derechos publicitarios. Rozas con la punta de los dedos tu leit motiv, el objetivo que has perseguido desde siempre, durante toda tu vida, desde que eras un renacuajo y tenías que usar las dos manos para levantar la raqueta del suelo.
Elije la mejor pelota, la que aparenta tener mayor presión y menor desgaste, para que alcance la más alta velocidad en el saque. Va a ser la bola definitiva, un auténtico cometa recorriendo el espacio hasta la cancha del contrario. Puedes desechar todas las demás, puedes dejarlas rodar por la pista para que el recogepelotas haga su trabajo.

Ahí viene, ¿recuerdas cuando tú lo hacías? No habías cumplido los doce y otro tenista consagrado te hizo el mismo gesto que tú acabas de hacer ahora, guiñarte un ojo como diciéndote a ti y sólo a ti: el partido es nuestro. Acabas de completar un ciclo con este gesto, con esa aptitud de los dioses benignos.
Posiciona tus pies junto a la línea y bota la bola. Al otro lado de la red, tu rival parece tan acabado que ya ni siquiera se balancea para mantener sus reflejos alerta. Tan solo está agachado ligeramente, flexionando las rodillas y apoyando el aro de la raqueta en su mano izquierda en una pose de rigor, para mantener su dignidad derrotada ante las 15.000 personas que llenan la pista central. Ya no hay esperanza para él.
¿Dónde la vas a colocar?, ¿buscarás un saque directo a la cruceta ó más abierto y liftado? La segunda opción te dará la oportunidad de conseguir un tanto más vistoso. Vamos allá.

Alguien grita tu nombre justo en el momento en que vas a lanzar al aire la pelota, y te detienes. El juez de silla pide silencio y se escucha un murmullo, los comentarios caóticos del público. Es natural, están deseando explotar de alegría, se han entregado durante casi dos horas a tu juego y su tensión ha creado un campo de energía, un subconsciente colectivo que te ha empujado al éxito provocando resonancias positivas en cada célula de tus músculos. Están esperando que sacrifiques al rival, se lo debes.
Mientras recuperas la posición de saque, el realizador de televisión ofrece planos explícitos del cantante famoso, de la modelo famosa, del presidente del gobierno presto a posar junto a tu éxito para compartirlo, del príncipe y la princesa justificando su imagen con sus manos entrelazadas, de tu madre, de tu padre, de tu abuelo medio dormido y del propio tenista que un día te guiñó un ojo. Todos están ahí, pero también millones de personas más, lejanas entidades con tazas de café en sus manos, en sus casas ó en un bar, que han compartido tu esfuerzo sin sudar una gota, pero sumando energía. Seres anónimos que jamás alcanzarán esa Gloria que tu acaricias pero que al menos la intuirán reflejada en tu llanto victorioso, porque el olor está formado por moléculas que el aire arrebata de un manjar y las transporta hasta las narices más hambrientas en un bello gesto democrático. Millones de personas en sus hogares, sin nombre y sin embargo cuantificadas de manera misteriosa por las insondables empresas que datan el share. Todos están esperando, esperando a que saques, ya.

Y entre todo ese gentío estoy yo, pero en otro plano -dudo mucho que se me pueda contabilizar-, y desde este plano, del cual no voy a hablar por el momento, sé exactamente lo que está pasando ahora mismo por tu cabeza. Sé bien lo que está ocurriendo ahí dentro, mientras tu rival le hace señas al juez de silla y protesta porque estás tardando demasiado y el público le increpa por agarrarse a un clavo ardiendo y se escuchan nuevos murmullos y el juez te amonesta verbalmente y tú ni le miras, porque sigues manteniendo esa posición de saque que ya comienza a perder su cualidad estética porque está congelada en un contexto que exige ante todo acción. Realmente tu pensamiento está en otro lado y no es el sabor de una magdalena, que también podría ser, lo que te ha conducido a un exilio temporal del momento presente, el desencadenante, el punto de giro es una imagen que se acaba de colar en tu cerebro, como un virus informático.

La imagen corresponde a un rostro lejano, casi olvidado hasta hoy, casi, la cara de luna llena de un chaval obeso, la expresión medio imbécil de un niño que comenzó a jugar al tenis contigo, la desgracia humana que un día se llamó Máximo, que un día fui yo.
El juez de silla le otorga un punto a tu rival, 40-15 y tú ni te inmutas, sigues en la misma posición de piedra. La gente espera a que saques y comienzas a crearles inquietud, ansiedad… El realizador no sabe si pasar a publicidad, ¿para cuándo el final?, ¿qué está pasando?, ¿que coño hace ese tío?... el juez de pista detiene el partido y solicita los servicios de un médico de la federación internacional para que examine tu pasmo in situ... publicidad, ostias, vamos a publicidad, ya...

lunes, 22 de septiembre de 2008

Esperanza


Forma parte de sus rutinas diarias: levantarse, ir a la ducha, preparar el desayuno, revisar el estado de la arena del gato, revisar el estado de la batería y que haya suficiente espacio en el disco duro, tomar el desayuno, meter el grabador en la bolsita de tela bordada por ella misma que lleva siempre colgada a la cintura debajo del vestido... Se esconde el micrófono, se lo engancha con una pinza al sujetador, siempre con esmero para ocultar bien el cable, rodeando la cápsula con una bolita de algodón para evitar rozamientos. Usa ropas anchas, discretas.
Pulsa el botón REC justo en el momento en que cierra la puerta de casa.

REC y lo primero que queda registrado es el giro de la llave y los cerrojos anclados y a continuación sus pasos golpeando las múltiples paredes del descansillo.
El día está en marcha, los sonidos del metro son rugidos de un monstruo que penetra en el andén de la rutina y abre sus múltiples fauces, resoplando. Dentro, el vagón va cargado de sombras, la gente apenas habla a esas horas, tan solo ocasionales preguntas cortas, ¿va a salir en la próxima?, ó megafonías, próxima estación
En el trabajo, cada día aparenta ser el mismo día. Ella no es una persona demasiado popular, principalmente porque su aspecto físico no es muy agraciado. En realidad es una mujer fea, es muy fea, aunque de eso no tenga la culpa, pero ¿a quien le gusta verse acompañado de alguien tan feo? Siempre intenta encontrar alguna conversación digna en las pequeñas pausas para tomar café ó fumar un cigarro, aunque toda esa gente que allí trabaja, sus compañeros, no suelen tener nada realmente interesante de lo que hablar. Todo es superficial y leve, habitualmente comentarios acerca de los programas de televisión de la noche pasada, remakes oficinales. Ella no tiene televisor en casa -tampoco tiene espejos-, y nadie se imagina que pueda existir alguien así.
En secreto, cada frase ajena penetra por su escote hasta el micrófono y resbala cable abajo acoplándose en una esquina de la memoria del grabador.
Un par de veces a la semana va al gimnasio, y mientras corre por una apartada cinta sin fin, observa como las camisetas del resto de la gente se van empapando y por debajo de todo, debajo de las respiraciones intensas, debajo de las miradas, captura el ritmo de todas esas máquinas con sus cables de acero contrapesados que aspiran a convertirse en una amplia colección de loops industriales.
Otros días vuelve a casa caminando, adueñándose de cada uno de los sonidos de la ciudad, de las ambulancias y los semáforos con aviso para invidentes, de las bocinas protestando por la saturación de tráfico y los músicos callejeros, Albinoni, Bob Dylan ó “El cóndor pasa”, y una moneda que cae en el fondo de una funda de guitarra. Hasta las estatuas vivientes tienen su propio espectro sonoro.
Tal vez pare en alguna cafetería a la hora de la merienda para contemplar a otras mujeres mayores que ella absorber un batido de fresa por medio de una pajita.
Antes de abrir la puerta siempre pulsa el botón de STOP.

STOP.
Una noche más se hará una cena ligera, se quitará la ropa y desmontará todo su kit de espía. No tardará en irse a la cama. En la mesilla tiene unos auriculares y el grabador ahora pasará a funcionar en modo reproducción. Escuchará envuelta en sábanas de nuevo su propia vida, segundo a segundo, minuto a minuto, revisando lo no evidente, algo trascendental que tal vez le haya pasado desapercibido. Y si no se queda dormida antes, tal vez encuentre que por debajo de las imágenes hay otro mundo mucho más fascinante, un universo paralelo y oscuro donde la belleza es igual para todos y en el que alguien, en una lejanía apenas audible, pronuncia su nombre, llamándola, manifestándose como un brillo en la oscuridad.

miércoles, 17 de septiembre de 2008

Telepoesía cuántica




Toco tu boca de cristal, la toco aunque sé que no es bueno acercarse tanto a la pantalla debido al efecto de la radiación en los ojos. Primero con la punta de la nariz y luego con la frente, para así poder verte muy de cerca, en Alta Definición.
Te miro, de cerca te miro y te veo por dentro, y comienza ese juego de la deconstrucción bidimensional de tu rostro. Tan cerca, tu cutis está maquillado por una trama de píxeles RGB. Estallan en tus pupilas microvoltajes de temperatura azul.
Penetro en la trama y más allá del cristal aparece un cuervo. Un cuervo con alas lentas que en pleno vuelo deja una estela infinita y su batir de alas no es más que la retroalimentación de tu imagen en mis ojos. El cuervo desciende en picado, se hunde en el abismo electrónico de tu frente. Yo intento seguirle y aplasto mi cara contra el cristal-permanecerá allí días, la huella-, y entonces un latigazo de energía estática sacude mis labios y ese sabor es como el sabor de una ciudad a punto de ser sacudida por una tormenta, el sabor de tu saliva decodificada.
El aire que circunda las oquedades de nuestras bocas ha sido ionizado y ahora solo me falta entrar, apartando con mis brazos cada píxel. Estoy en el microuniverso de tu rostro, asentando normas para una telepoesía cuántica.
Y ahora, totalmente atomizado, al fin me rodeo de ti, escucho el eco de tus noticias pesimistas leídas en el teleprinter con deliciosa seguridad, cada tarde, a las 15.00 horas.
“El paso del huracán Ike se ha cobrado al menos 180 muertos”, dices.

jueves, 11 de septiembre de 2008

11 de septiembre del 2008

La noche anterior la había pasado celebrando un cumpleaños junto a un amigo, los dos solos en un bar, bebiendo y fumando y hablando hasta que cerraron. Después continuaron en otro bar, hasta que también cerró. Dejó al amigo en el portal de su casa, totalmente borracho, hablando de la soledad con palabras trabadas. No recordaba mucho más de la noche.
Al día siguiente se levantó con una terrible resaca, ya había pasado la hora de comer. Abrió una lata de Coca-Cola terapéutica y encendió el televisor. Justo en ese momento vio caer la primera torre.
El resto de la tarde descubrió muchas cosas que él no sabía hasta ese momento, pero continuamente tuvo la sensación de que todo lo que estaba ocurriendo no era real. Ante él batallaban realidad y ficción, las noticias tenían un aire poco verosimil, un estilo cercano al de una superproducción más y en su frente continuaba el dolor punzante, uno de los innumerables extremos de una gigantesca red involuntaria parecía cruzar justo por su sien.
Cuando vio desmayarse a la segunda torre, aún no había asimilado la realidad de la situación, como no la asimilas al día siguiente de romper con una pareja con la que mantienes una larga relación.
Y luego fueron pasando los años…

martes, 9 de septiembre de 2008

Discurso de un hombre para evitar una palabra


Supongo que más que arrepentirme por lo ocurrido, lo que siento es una relativa vergüenza por no haber utilizado esa única palabra que me callé, la que debí decir y no dije, aún sabiendo que las cosas hubieran funcionado mucho mejor con ese pequeño esfuerzo por mi parte que, supongo, ella requería de mí en aquel momento, allí, plantada ante la puerta con la maleta ya hecha, con su equipaje cargado de desilusión, prolongando el instante de su partida como si fuera el último minuto antes de finalizar un siglo, dándome la definitiva oportunidad para que yo le abriera mi corazón, para que me sincerase y pronunciara al fin la consabida palabra, la que ella quería o necesitaba escuchar, aunque fuera tan solo una manera simbólica para desbloquear mi orgullo, un término redentor, que confieso que podría haber sido realmente sencillo mencionar, y que de haberlo hecho, hubiera posibilitado un punto y seguido en nuestra relación. Pero de manera inexplicable, esa palabra, se quedó atravesada en mi garganta y reaccioné con un nuevo despliegue, con una de mis habituales verborreas cuajadas de expresiones ocurrentes, a todas luces inapropiada, pero bastante visceral, palabras encadenadas que fueron llenando el espacio del salón, frases irónicas que se transformaron en una bandada de ocas salvajes que giraba en círculo sobre nuestras cabezas, y mientras, yo observaba sus ojos y ella mis labios moviéndose, y nuestro espacio visual se cargaba de plumas desprendidas, y todo ese batir de alas, toda esa algarabía de escandalosos graznidos, acabó por enmascarar la verdadera intención de mi discurso, y ella no pudo apreciar, en definitiva, el trasfondo sincero y compungido que había más allá, al otro lado, ya no del significado literal de mis frases, sino más bien en lo que de verdad representaba todo este lastimoso comportamiento, el mío, motivado quizás por un miedo al fracaso, alejado de la realidad, supongo que para no tener que enfrentarme al estúpido hecho de pronunciar la palabra requerida, y ya digo que me hubiera sido relativamente fácil, pero ella, si hubiese llegado a intentar comprender, a esforzarse al menos un poquito, hubiera apreciado que estaba implícita en el interior de mi discurso, enterrada en él, como un diamante en el fondo de una cueva.

jueves, 4 de septiembre de 2008

Las sombras



Ha escuchado de nuevo la frase, aquellas palabras que un día fueron arrojadas en un rincón del armario de su memoria como quien se olvida de su propia sombra. Está casi seguro de haberlas oído, muy cerca, susurradas tal vez por un fantasma a pocos centímetros de su oreja, cuando estaba a punto de hundirse en un sueño. Ha tenido que apartar ligeramente la cabeza de su mujer para incorporarse, desentumecer el cuerpo y de alguna forma autoconvencerse de que no ha sido ella quien la ha pronunciado en sueños. Ambos yacían en el sofá, enlazados frente al televisor, dormitando ante un late night en los instantes difusos que preceden a la ardua decisión de irse a la cama.
Se ha levantado y sin encender ninguna luz ha caminado por el pasillo que conduce al cuarto de baño, tanteando con las manos las paredes. Ha preferido orinar a oscuras y sentado, para no manchar la taza. Después ha evitado encontrarse con su silueta en el espejo.
De vuelta al salón, ha apagado la televisión y con el silencio su esposa se ha despertado. Despeinada, sujetándose al cuello su bata celeste, se ha puesto en pie y se ha encaminado hacia el dormitorio. Ha dicho: apaga ya la televisión, ¿quieres?, ó algo así.
Ahora el hombre está tumbado en la cama, en el techo tiemblan las sombras de las ramas de unos árboles del jardín. Es una forma abstracta y variable y dúctil que se puede transformar en cualquier cosa, en la imagen que dicten sus pensamientos, en el aula de Historia de una Universidad, en una playa a la que ambos fueron de excursión, en una habitación con un colchón en el suelo sobre una jarapa comprada en un Gran Bazar… El hombre medita sobre el recorrido de su vida y la intuye resbalando por el tiempo, con la inercia de una pastilla de jabón por una pista de hielo, un pasado veloz. Sabe que ya está todo hecho, que desde que los chicos se ha ido de casa tan sólo queda esperar, tan sólo resta flotar en ese estado de quimérica laxitud que trae consigo la jubilación. Le resulta curioso que en todo ese tiempo, por un descuido o más bien por una extraña indeterminación acerca de qué es “lo correcto” ó qué es lo “conveniente”, jamás hayan retomado, jamás hayan hecho un comentario acerca de aquella primera frase que ella pronunció la primera noche, junto al portal de la residencia de estudiantes, y que hoy, hace un rato, él ha vuelto a escuchar como si hubiera quedado flotando en el aire hasta el momento presente. La Frase.
Si me invitas a subir, te la chupo mientras te meto un dedo en el culo.
El hombre, por un instante, siente ganas de reír y de hecho lo hace, en silencio. Está tentado de despertar a su mujer y decir la frase en voz alta, aunque luego se imagina lo terrible que sería que ese bulto que yace a su lado bajo las sábanas, se diera en este preciso instante la vuelta y resultara no ser ella, sino otra mujer, una señora mayor, con otra cara muy diferente a la que él cree tener grabada en su cabeza.
Entonces siente un poco de miedo, pero luego, mientras se va quedando dormido, sufre una erección.