¿De qué o de quién huía Berta en su pesadilla?
No recuerda cual era el motivo que la impulsaba a correr desesperadamente, la amenaza que a punto estaba de alcanzarla. Corría descalza por las avenidas de una ciudad antigua, por amplios bulevares flanqueados por edificios de piedra de gigantescas proporciones. Recuerda haber doblado cien esquinas diferentes y siempre, daba igual en qué dirección se girara, todas las calles acababan finalizando en la misma gran pirámide. Tampoco olvida la luz intensa que saturaba todo el sueño, los rayos de un sol demasiado cercano.
Pero, ¿de quién intentaba escapar?
En la penumbra de su dormitorio, Berta aún sigue con el corazón acelerado, los ecos del agobio todavía golpean dentro de su pecho. Y es que todo parecía real, tan real como que ahora está tumbada en su cama. Por eso le resulta tan extraño no recordar cuál era el peligro. Tal vez su cerebro esté censurando dicha información, pero entonces, ¿cómo te puedes fiar de un órgano semejante, que hace lo que le viene en gana? De hecho, ¿puede estar segura de que realmente se encuentra tumbada en su cama?
Berta extiende el brazo y tantea sobre la mesilla hasta encontrar su teléfono móvil. Efectivamente, el aparato está justo en el sitio donde debía estar, lo cual es un alivio. El display reacciona a su tacto expulsando un agradable resplandor fosforescente.
Aún no son las cinco de la mañana, todavía faltan un par de horas para que suene el despertador.
¿No tienes sueño?
La voz de su amante ha sonado demasiado cercana. No se la esperaba. Por un momento hubiera jurado que esa noche estaba durmiendo sola.
En voz muy baja, Berta le dice al hombre que ha tenido una pesadilla. Pero él ya se ha dado la vuelta, así que sólo obtiene por respuesta la respiración pesada que precede a un ronquido.
Sí, está sola.
Las pesadillas le dan sed. Ha llegado el momento de reunir suficiente voluntad como para levantarse. Al pisar el suelo de baldosas nota como el frío muerde las plantas de sus pies.
Sale de la habitación y avanza por el pasillo, tanteando con las manos las paredes, con cuidado de no hacer ningún ruido. No quiere despertar a su hijo. Al chaval últimamente parece molestarle cualquier cosa, siempre contesta enfadado, vive en un estado continuo de irritación. Problemas de adolescente. Berta intenta esmerarse cada día para que las cosas funcionen bien, para que fluya la comunicación entre ellos, pero no siempre lo consigue. Quizás ya sea tarde para eso.
Ha llegado a la cocina y está a punto de abrir la nevera para sacar una botella de agua. Pero sabe que si lo hace la pesadilla continuará.
Simplemente, lo sabe.
Berta se asoma a la ventana de la cocina.
La ciudad está dormida aún, no hay tráfico, el tiempo parece congelado. Pero ahí abajo, en la plaza, hay una anciana rebuscando en un contenedor de basura.
La anciana se detiene y por un instante mira en dirección al edificio que tiene a su derecha, como si hubiera intuido una mirada, como si tuviera la certeza de que alguien la vigila desde una de esas ventanas. Pero allí no ve a nadie, todas las luces están apagadas.
Se da la vuelta y sigue revolviendo la basura, sacando desperdicios más allá de la nube de vaho que escapa por su boca desdentada. Hoy va a encontrar un tesoro, está segura. Su esperanza se rebela contra la injusticia de estar pasando tanto frío. Esta noche gélida le va a traer, sin duda, lo que más desea en la vida.
Al romper una de las bolsas de basura, encuentra en su interior la careta de plástico de un conejo feliz. Se la pone y sonríe debajo de la sonrisa del conejo. Es capaz de imaginarse su aspecto divertido.
Pero en la bolsa parece que hay algo más, también hay una caja de metal.
Es una caja rectangular. Tiene que agarrarla con ambas manos porque pesa demasiado, al menos para una anciana con cara de conejo feliz. En la tapa metálica hay un grabado, lo puede ver bien si lo inclina hacia la luz de una farola cercana. El grabado muestra la figura de una mujer que corre descalza en dirección a una pirámide, bajo los rayos de un gran sol que ocupaba toda la esquina superior derecha.
La anciana se arrodilla, apoya la caja en el suelo y hace fuerza con las uñas para abrirla. La tapa cede y del interior escapa un débil resplandor fosforescente. Dentro hay un gusano de luz, una pequeña luciérnaga que dobla tiernamente su abdomen luminoso…
¿Qué va a pasar cuando la anciana saque la lengua por el agujero de la boca de la careta de conejo y ponga allí la luciérnaga y se la trague?
Berta está a punto de abrir la puerta de la nevera.
Lo hace.
El sol cae a plomo sobre la ciudad de piedra. Berta abre los ojos y sus pupilas tardan unos segundos en adaptarse a semejante baño de luz. Mira a su alrededor.
Edificios imponentes en ruinas forman un círculo. Está sola, en el centro de una plaza inmensa. Está sola y sin embargo tiene la sensación de que algo ó alguien aparecerá muy pronto, y eso es lo que le da tanto miedo.
Así pues, echa a correr, corre por una gran avenida. Sus pies descalzos a veces pisan guijarros pero ella no siente dolor alguno, porque sólo hay una idea en su cerebro: escapar. Al final de la avenida puede ver la imponente figura de una gran pirámide. Hacia allí se dirige.
Extenuada, se detiene para recuperar fuerzas y es en ese preciso instante cuando se da media vuelta y mira hacia atrás. Entonces lo ve. Ahora sabe por fin cuál es la amenaza.
Una persona con cara de conejo la está persiguiendo.
No recuerda cual era el motivo que la impulsaba a correr desesperadamente, la amenaza que a punto estaba de alcanzarla. Corría descalza por las avenidas de una ciudad antigua, por amplios bulevares flanqueados por edificios de piedra de gigantescas proporciones. Recuerda haber doblado cien esquinas diferentes y siempre, daba igual en qué dirección se girara, todas las calles acababan finalizando en la misma gran pirámide. Tampoco olvida la luz intensa que saturaba todo el sueño, los rayos de un sol demasiado cercano.
Pero, ¿de quién intentaba escapar?
En la penumbra de su dormitorio, Berta aún sigue con el corazón acelerado, los ecos del agobio todavía golpean dentro de su pecho. Y es que todo parecía real, tan real como que ahora está tumbada en su cama. Por eso le resulta tan extraño no recordar cuál era el peligro. Tal vez su cerebro esté censurando dicha información, pero entonces, ¿cómo te puedes fiar de un órgano semejante, que hace lo que le viene en gana? De hecho, ¿puede estar segura de que realmente se encuentra tumbada en su cama?
Berta extiende el brazo y tantea sobre la mesilla hasta encontrar su teléfono móvil. Efectivamente, el aparato está justo en el sitio donde debía estar, lo cual es un alivio. El display reacciona a su tacto expulsando un agradable resplandor fosforescente.
Aún no son las cinco de la mañana, todavía faltan un par de horas para que suene el despertador.
¿No tienes sueño?
La voz de su amante ha sonado demasiado cercana. No se la esperaba. Por un momento hubiera jurado que esa noche estaba durmiendo sola.
En voz muy baja, Berta le dice al hombre que ha tenido una pesadilla. Pero él ya se ha dado la vuelta, así que sólo obtiene por respuesta la respiración pesada que precede a un ronquido.
Sí, está sola.
Las pesadillas le dan sed. Ha llegado el momento de reunir suficiente voluntad como para levantarse. Al pisar el suelo de baldosas nota como el frío muerde las plantas de sus pies.
Sale de la habitación y avanza por el pasillo, tanteando con las manos las paredes, con cuidado de no hacer ningún ruido. No quiere despertar a su hijo. Al chaval últimamente parece molestarle cualquier cosa, siempre contesta enfadado, vive en un estado continuo de irritación. Problemas de adolescente. Berta intenta esmerarse cada día para que las cosas funcionen bien, para que fluya la comunicación entre ellos, pero no siempre lo consigue. Quizás ya sea tarde para eso.
Ha llegado a la cocina y está a punto de abrir la nevera para sacar una botella de agua. Pero sabe que si lo hace la pesadilla continuará.
Simplemente, lo sabe.
Berta se asoma a la ventana de la cocina.
La ciudad está dormida aún, no hay tráfico, el tiempo parece congelado. Pero ahí abajo, en la plaza, hay una anciana rebuscando en un contenedor de basura.
La anciana se detiene y por un instante mira en dirección al edificio que tiene a su derecha, como si hubiera intuido una mirada, como si tuviera la certeza de que alguien la vigila desde una de esas ventanas. Pero allí no ve a nadie, todas las luces están apagadas.
Se da la vuelta y sigue revolviendo la basura, sacando desperdicios más allá de la nube de vaho que escapa por su boca desdentada. Hoy va a encontrar un tesoro, está segura. Su esperanza se rebela contra la injusticia de estar pasando tanto frío. Esta noche gélida le va a traer, sin duda, lo que más desea en la vida.
Al romper una de las bolsas de basura, encuentra en su interior la careta de plástico de un conejo feliz. Se la pone y sonríe debajo de la sonrisa del conejo. Es capaz de imaginarse su aspecto divertido.
Pero en la bolsa parece que hay algo más, también hay una caja de metal.
Es una caja rectangular. Tiene que agarrarla con ambas manos porque pesa demasiado, al menos para una anciana con cara de conejo feliz. En la tapa metálica hay un grabado, lo puede ver bien si lo inclina hacia la luz de una farola cercana. El grabado muestra la figura de una mujer que corre descalza en dirección a una pirámide, bajo los rayos de un gran sol que ocupaba toda la esquina superior derecha.
La anciana se arrodilla, apoya la caja en el suelo y hace fuerza con las uñas para abrirla. La tapa cede y del interior escapa un débil resplandor fosforescente. Dentro hay un gusano de luz, una pequeña luciérnaga que dobla tiernamente su abdomen luminoso…
¿Qué va a pasar cuando la anciana saque la lengua por el agujero de la boca de la careta de conejo y ponga allí la luciérnaga y se la trague?
Berta está a punto de abrir la puerta de la nevera.
Lo hace.
El sol cae a plomo sobre la ciudad de piedra. Berta abre los ojos y sus pupilas tardan unos segundos en adaptarse a semejante baño de luz. Mira a su alrededor.
Edificios imponentes en ruinas forman un círculo. Está sola, en el centro de una plaza inmensa. Está sola y sin embargo tiene la sensación de que algo ó alguien aparecerá muy pronto, y eso es lo que le da tanto miedo.
Así pues, echa a correr, corre por una gran avenida. Sus pies descalzos a veces pisan guijarros pero ella no siente dolor alguno, porque sólo hay una idea en su cerebro: escapar. Al final de la avenida puede ver la imponente figura de una gran pirámide. Hacia allí se dirige.
Extenuada, se detiene para recuperar fuerzas y es en ese preciso instante cuando se da media vuelta y mira hacia atrás. Entonces lo ve. Ahora sabe por fin cuál es la amenaza.
Una persona con cara de conejo la está persiguiendo.